¿Dónde estamos?

Argentina está situada en el Cono Sur de Sudamérica, limita al norte con Bolivia, Paraguay y Brasil; al este con Brasil, Uruguay y el océano Atlántico; al sur con Chile y el océano Atlántico, y al oeste con Chile. El país ocupa la mayor parte de la porción meridional del continente sudamericano y tiene una forma aproximadamente triangular, con la base en el norte y el vértice en cabo Vírgenes, el punto suroriental más extremo del continente sudamericano. De norte a sur, Argentina tiene una longitud aproximada de 3.300 km, con una anchura máxima de unos 1.385 kilómetros.
Argentina engloba parte del territorio de Tierra del Fuego, que comprende la mitad oriental de la Isla Grande y una serie de islas adyacentes situadas al este, entre ellas la isla de los Estados. El país tiene una superficie de 2.780.400 km² contando las islas Malvinas, otras islas dispersas por el Atlántico sur y una parte de la Antártida. La costa argentina tiene 4.989 km de longitud. La capital y mayor ciudad es Buenos Aires

PAPA FRANCISCO

PAPA FRANCISCO

EXCURSIÓN NOCTURNA - Septiembre de 1845

Mediaba el mes de septiembre de 1845.

No serían más allá de las diez, y el pueblo de San Pedro dormía ya. silencioso, al borde de su laguna, perdido entre las sombras de una noche fría y triste, bajo un cielo empañado que hacía palidecer la luz de las estrellas.
Distinguíanse apenas, aquí y allá, los ranchos diseminados en torno del caserío central, especie de núcleo irregular y achatado. sobre el cual se levantaba la vieja iglesia como un centinela en acecho.
Soplaba esa noche un fuerte y desapacible viento del sudeste, que traía jirones de niebla y ecos de borrasca del lado del río Paraná, y atravesaba en ráfagas silbadoras las calles desiertas, sólo cruzadas a largos intervalos por las patrullas de la policía militar que custodiaba el pueblo.
Hemos dicho que San Pedro dormía, y con más verdad podríamos decir que dormitaba, porque en aquellos tiempos siempre se dormía a medias.
De todos los puntos del horizonte llegaban ruidos amenazadores que agitaban el corazón y sobresaltaban el sueño.
Tras las lomas lejanas, resonaban de continuo estrépitos de sables, relinchos de caballos, redobles de tambores y notas estridentes de clarines, que anunciaban el paso de los cuerpos de ejército, en marcha; y aquel incesante amago de la guerra hacía circular en el seno de los hogares desolados hondos estremecimientos dolorosos, avivando las angustias del presente y reabriendo las heridas del pasado.
No había casi una familia que no estuviera afligida por la ausencia o enlutada por la muerte.
Y acaso eran menos dignas de lástima las que sólo estaban condenadas a llorar sus muertos.
Los vivos que faltaban de sus hogares, arrancaban a los suyos los más hondos suspiros y más amargas lágrimas.
Emigrados los unos, al servicio del dictador los otros, soldados todos, los padres y los hijos vagaban sufriendo por los campos, con hambre y frío y desnudez y fatigas sin cuento mientras las pobres madres, cansadas de rezar y de gemir, acurrucaban su dolor junto a los lechos vacíos.
No era ya Lavalle, con el empuje de su hueste invasora, el que arrastraba a los hombres al combate a las voz imperiosa del tirano.
Lavalle, vencido para siempre, dormía su último sueño, lejos, muy lejos, al abrigo de las montañas nevadas que otros días le vieron pasar triunfante, altivo y glorioso, cuando no tenía más ambición que la patria, ni se le atravesaba en todos los caminos el espectro de Dorrego.
Otro era ahora el enemigo que amenazaba y ponía en manos de todos las armas del combate.
Eran las dos naciones más poderosas del mundo, la Inglaterra y la Francia, que habían adormecido un instante sus odios seculares, para ensayar aventuras guerreras en el Río de la Plata.
Ingleses y franceses se habían unido en efímera alianza contra Rosas, y secundados por el gobierno de Montevideo, acababan de apresar las naves de Buenos Aires y de arriar su bandera, preparándose a invadir la tierra con el pretexto de castigar la tiranía.
¿Quién podría oponérseles? Con la altanería desdeñosa que inspira la seguridad del triunfo, aseguraban que habían venido a dar la libertad a cañonazos al pueblo esclavizado.
Sin duda habían olvidado ya que aquél era el mismo pueblo ultrajado y empobrecido por el bloqueo de 1839, de irritante memoria; y que en él vivían todavía muchos que en 1806 y 1807 hablan visto huir en pavorosa derrota a las huestes invasoras de Beresford y de Whitelocke, vencidas por la indomable energía de los héroes oscuros que improvisó la defensa de un principio más caro que la libertad: la independencia.
Tal era la lucha que se preparaba, la guerra desigual que desesperaba a las madres, y movía melancólicamente a los ejércitos en pos del sacrificio y de la muerte, sin la esperanza de la victoria.

(1903)
Fuentes:
- Chavez, Fermín. La vuelta de Don Juan Manuel
- Martín Coronado (1850 1919).
- http://www.lagazeta.com.ar/